Por qué no se puede volver de un viaje

Joaquín Sorolla llegó a la localidad alicantina de Javea a lomos de un borrico, guiado por un lugareño que le acompañó hasta allí desde Denia y con el que salió a las cinco y media de la mañana. Andaba el pintor desesperadamente buscando algo, un lugar, uno que fuera más que solo un sitio, como si tuviera dentro de sí un anhelo y anduviérale buscando rima entre las más pintorescas localidades del litoral alicantino. Algo debía intuir en el límite mismo de su abnegación, como para encomendarse sin remedio al pobre animalico que le llevó, sin saberlo, al lugar que cambiaría su vida para siempre. «Esto tiene lo que yo deseo y más, y si tú vieras lo que yo tengo delante de mi casita, no encontrarías palabras para enaltecerlo, yo enmudezco de la emoción que aún me domina«, le contó de Javea a su esposa Clotilde en una carta que le escribió ese mismo día, el 7 de octubre de 1896, intuyendo ya que su estancia iba a alargarse algo más de lo esperado, y que el lugar iba a requerir de él algo más de lo intuido.

Aún hoy, salimos de viaje con la idea de obtener algo, de ver algo, de retener algo o, incluso, en su extremo, “vivir” algo, sin darnos cuenta de que, en realidad, somos nosotros los que habremos de hacer una entrega, una pérdida de nosotros mismos que dé paso no tanto a una ganancia, ni siquiera a una “ganancia de sí”, sino más bien a una “transformación” singular, una “conversión de uno” que poco tiene que ver con el “tener” (ob-tener, re-tener, …) sino con el mismo “ser”.  El fenómeno del viaje, en tanto que vivido como una experiencia auténtica, implica para el viajero el alcance de una parte de sí de la que nada sabía hasta entonces y que le estaba por completo vedada. Se piensa a menudo un viaje como un atravesar de líneas, siquiera imaginarias, bajo la metáfora de las fronteras o la de los largos trayectos transoceánicos, pero pudiera suceder que el auténtico viaje consistiera en realidad en hacer visibles las líneas que nos ceñían sujetos a quienes no podíamos dejar de ser. De alguna forma, un viaje es, sobre todo, la potencia de aquello que no cesamos de no-ser, siendo su acto el momento en que el viajero mira atrás y percibe, por fin, los umbrales, hasta entonces invisibles, que sin saberlo atravesó. El plato fuerte del auténtico viaje no es la llegada al lugar más deseado, sino el abandono del más imprevisto, y su lugar más emblemático no es la impaciencia del destino sino aquello en que nosotros devenimos al rodear el obstáculo, al sentir el trayecto; o sea, la sospecha misma de llegar a ser quien no pensábamos que seríamos.

Tailandia

Tailandia

Y pensado así, ¿cuál es la parte más valiosa de una foto de viaje, si no la voluntad misma de hacerla? No se trata tanto del objeto capturado por la cámara, del paisaje eterno que inspiró la foto, sino de la sensación interior que provocó la voluntad de “tener que hacer algo” al respecto. Algo que hacemos, porque algo de nosotros grita. La foto, en suma, como síntoma, como ruptura, como huella de la inquietud, consecuencia del “encuentro”, y no tanto como documento. Pasa con las fotos que cuanto más se articulen como documento, es decir, cuanto más relevante sean por la presencia de un objeto capturado, menos notorias son en el único plano que importa, y por tanto, en su límite, devienen accesorias. Dicho de otra manera, allí donde creíamos que lo irrenunciable era la presencia de lo enorme frente a nosotros, descubrimos que lo más valioso era la huella enorme que quedó en nosotros. Todavía, que más importante que la imagen captada frente al paraíso, es el sonido del click que hizo la cámara al tomar la foto. En su paroxismo, que no hay foto más valiosa que aquella que deseábamos pero que olvidamos tomar. Pues, ¿qué hacemos, cuando decimos, absortos frente a la faceta más sublime del mundo, que nos sentimos pequeños frente a la naturaleza, si no, precisamente, levantar acta de algo de un no-yo que se asimila en el que de repente somos?

Por eso es que, por definición, no se puede regresar de un viaje o, al menos, de un buen viaje, para el que lo que fuimos en su partida vale apenas como un tiempo perdido, un instante mítico. El mejor viaje… aquel cuya línea de puntos no se puede trazar, de imposible reconstrucción, provista de lapsos en los que apenas opera el sabor de la vivencia, no el tiempo del viaje; en otras palabras, allí donde el ser y el tiempo se trenzan y se confunden olvidando el uno en el otro.

Death Valley

Salimos de viaje con la expectativa y la ilusión de que aquello con lo que nos encontraremos dará de sí para nosotros, para obrar eso que buscamos sin saber explicarlo exactamente. Ignoramos que, a menudo, lo que ansiamos encontrar es la oportunidad de dar de sí nosotros mismos. Comprender, en suma, que un destino no es un tesoro, sino un reto, un ensanchamiento del campo de batalla que solemos ser, la oportunidad para ese otro del que aún no sabemos nada pero en el que deseamos convertirnos. Cuando evaluamos un destino, ¿acaso no desconocemos que también nosotros habremos de dar la talla? ¿No será que nos atraen los destinos exóticos precisamente por la metáfora que son de eso otro de nosotros mismos que no sabemos alcanzar?, como si solo en la lógica del más disparatado disloque de nuestra realidad pudiera emerger el loco paso hacia ESE que (no sabía que) quería ser.

¿Qué sabía Sorolla cuando avanzaba por los caminos sobre aquel borrico de cuanto le pasaría en Javea? Y, sin embargo, tan pronto pasó… necesitó contarlo, a su amada Clotilde, a la persona cuyo tiempo legitimaba el acto mismo del contar, levantando acta de que algo, en el viaje, había sucedido. Eso sí, ceñirlo convocaría las gracias y destrezas de un acto de poesía, como corresponde a todo aquello más allá del decir. De eso que pasó hablan sus pinturas y de ello es de lo que queremos saber cuando las miramos, de algo tan intenso que le pasó de viaje a alguien como para necesitar pintarlo, y pintarlo, para el resto de su vida. El borrico volvió, pero Sorolla, el mismo, jamás.

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