Nos pilla algo desprevenidos a este lado de Occidente el nombre de Matthew Flinders, navegante nacido en el siglo XVIII y que se hiciera famoso, entre otras cosas, por ser el primero que rodeara la enorme isla que hoy llamamos Australia. No en vano, de hecho, este navegante y cartógrafo de origen británico fue el primero en proponer la evolución del nombre de “Terra Australis” hacia su más moderna fórmula de “Australia”, siendo adoptado como nombre oficial en 1824. Es justo reconocerle a Flinders, como suele suceder entre los viejos exploradores de este planeta que antes parecía mucho más grande que ahora, que nos haya dejado buena literatura de viajes, o mejor, literatura de exploración, de la cual, una gran parte está dedicada a este país-continente de proporciones enormes en cuyo interior se encuentran alguno de los contrastes naturales más extremos del planeta. ¿Su libro más célebre? “Un viaje a Terra Australis”, de 1814: deliciosa bitácora de descubrimientos que nos traslada al mundo perdido de las viejas expediciones, y en donde Flinders escribe la famosa crónica del día 15 de enero de 1802.
Matthew Flinders
Aquel día, la expedición se encontraba explorando una isla que terminaría llamándose Isla Middle, en Australia occidental, y el propio Flinders había decidido ascender a su pico más alto con idea de otear los alrededores. Fue entonces cuando apareció ante él la inverosímil imagen de un impresionante lago de color rosa. No el intuido color rosa que uno puede llegar a proyectar en el fondo acuoso de cualquier líquido con un poco de imaginación, sino un voluntarioso rosa que con la altura y la perpendicularidad de la mirada se convertía en un esplendoroso y brillante color: todo un tropo de la naturaleza, una quimera extraña, un signo de ALGO, pero ¿de qué? Así es cómo se hacen realidad las insólitas utopías de ultramar, debió pensar Flinders, acaso imaginando los tesoros ocultos bajo semejante extraño de la naturaleza. El intrépido que la historia documentó como el primer ser humano en acercarse al círculo rosa no fue otro que John Thistle, capitán del barco, que además tomó una muestra de agua del lago y la llevó presuroso hasta el barco de la expedición. Siniestras ideas debieron albergar los pobres marineros de expedición al comprobar que el líquido rosa se empeñaba en mantener su cromática alegría incluso fuera del lago: ¿sería una maldición divina? ¿Una venenosa amenaza? ¿Qué podría significar? ¡Y por supuesto!, como es propio de todo ser humano da igual el siglo: ¡para qué podría servir!
Que aquel insólito rosa y la densidad salina del agua podían guardar alguna relación fue una idea bien madrugadora, pues el propio Thistle contó que solo con la sal que yacía cristalizada en la orilla del lago podría cargarse todo un barco. ¿Sería un exceso de sal la razón de aquel color? Lo cierto es que, a pesar del tiempo que ha transcurrido, aún no se ha podido esclarecer con total seguridad la razón de semejante color rosa. Es más, algún lago cercano que también fue descubierto presentando un bonito color rosa, lo ha perdido ya sin saber cómo (y encima llamándose aún “Pink lake”). Investigaciones científicas más modernas, además de constatar que bañarse en el lago Hillier es totalmente seguro, han localizado la presencia en el agua de una microalga llamada Dunaliella Salina, quizás uno de los pocos seres vivos capaces de sobrevivir en un hábitat tan increíblemente salado, aunque nada ha permitido confirmar que este ser sea, en efecto, el responsable de este marketing tan eficaz que ha hecho del lago un lugar tan célebre.
Debió de quedarse con ganas Flinders de volver a visitar el lago, cosa que volvió a hacer al año siguiente. En mayo de 1803, según dejó escrito, decidió detenerse “un día o dos en la Bahía de Goose-Island, para conseguir gansos para los enfermos, aceite para las lámparas y —quizás se colara aquí la auténtica razón— unos barriles de sal del lago de la Isla Middle”. ¡Unos barriles de sal! También aprovechó la ocasión para bautizar al lago, que quedó para siempre asociado al nombre de William Hillier, un miembro de la tripulación de la expedición que había muerto de disentería el 20 de mayo de 1803: y así se convirtió en el Lago Hillier.
Su elevadísima concentración de sal animó a algunos a explotar el lago de forma industrial durante el siglo XIX. En 1889, Edward Andrews exploró las posibilidades comerciales de la producción de sal en el Lago Hillier, a donde se mudó con sus dos hijos. Sin embargo, un año después abandonaron la isla, y cabe pensar que bastante decepcionados. A pesar de que, según contaba Flinders, la sal del Lago Hillier era “de buena calidad”, e incluso “no requería más proceso que secarla para que se pudiera usar”, el negocio fracasó debido a su inesperada toxicidad, “entre otras razones”, que igual eran aún peores.
¿Y qué es hoy del Lago Hillier?
No sabemos a qué atribuir el mérito, pues recordemos que todavía no sabemos por qué es rosa, pero lo cierto es que aún se muestra de este llamativo color. “El lago color chicle”, como a menudo se le llama, sigue ofreciendo a sus visitantes la quimérica estampa que anonadara a Flinders en lo alto de aquel pico de la Isla Middle. Y si el lago se ha librado de la explotación industrial de su sal, de lo que no había posibilidad alguna de que se librara era de ser objeto… turístico, ese afán con el que la contemporaneidad rescata para el tráfico cotidiano los lugares más insólitos y aparentemente inútiles del globo terráqueo. Eso sí, en esta ocasión, puede que el color chicle se haya conservado gracias al “desafortunado” hecho de que si hay algo que el lago NO es, es fácilmente accesible. Como mucho, si lo deseas, puedes sobrevolar la isla Middle (y su lago rosa) a bordo de alguno de los vuelos diarios y helicópteros que parten del aeropuerto de Esperance, pero… nada más.
Un espacio aún hoy inaccesible, en definitiva; casi tanto como lo fue para el propio Flinders, y para su capitán de navío John Thistle en 1802. Aunque… así contado, parece aún más deseable.